Antes de que el mundo cambiara abruptamente, recibía visitantes extranjeros que venían a conocer las maravillas de Costa Rica. Mis huéspedes quedaban encantados con el paisaje y la gente de mi país pero había una queja recurrente que siempre iba así: “¡qué cara es la comida en Costa Rica!”
¿Qué podía decirle a personas que tienen un poder adquisitivo mucho más alto que el nuestro y aún así no se explican por qué las facturas por alimentos en un supermercado o un restaurante son tan altas? Desde que Costa Rica se abrió al mundo fuimos una pequeña potencia agrícola y desde nuestras fincas salían alimentos que se servían en las mesas de lugares muy lejanos.
Nos especializamos altamente en la producción de muchos alimentos y cuando llegan a sus destinos finales, son asequibles y de buena calidad. El productor costarricense es muy competitivo y desea vender su producto en todos los mercados posibles. Sin embargo, el consumidor nacional enfrenta una realidad muy diferente. El tico sabe bien que la comida es muy cara. Lo sufre todos los días, cada vez que paga, pero no se atreve a ahondar en las causas.
Muchos piensan que es culpa de productores codiciosos o intermediarios comerciales deshonestos y por eso, tantas veces en el pasado, cedimos a la tentación de regular los precios de alimentos básicos y fue un desastre. Hoy vemos en muchos pasillos de supermercados extranjeros, productos costarricenses que tienen un precio más bajo que los vendidos aquí en nuestro país. ¿Cómo es eso posible?
Esta situación se origina en un viejo y poderoso engaño político que caló muy profundo en nuestra mente: “el productor costarricense es un campesino muy pobre que no puede competir con grandes productores extranjeros y por eso necesita la protección del Estado”. Esa idea romántica proyecta la imagen de una persona humilde que debe enfrentar a las fuerzas del “capitalismo salvaje” en una guerra desigual y deshumanizante. Esa idea no aguanta ni un pequeño análisis.
El campesino costarricense fue siempre un emprendedor tenaz. Sacaba en carreta el fruto de su esfuerzo, por caminos de piedra o barro y muy a pesar de que el Estado le cobraba impuestos por exportar su producción, fueron inmensamente exitosos. El productor nacional transformó profundamente a nuestra sociedad y la hizo próspera.
El cambio llega cuando surgen políticos empresarios cuyas familias ya son dueñas de inmensos negocios agrícolas y explotaron una gran oportunidad. Sus recursos les permiten acceder a puestos clave e implementar un modelo proteccionista que se fundamenta en hacer posar al industrial agrícola como un campesino pobre que no tiene ninguna oportunidad en el mercado.
Aún hoy, con gran astucia y en medio de aplausos se establecen obstáculos legales, prohibiciones, aranceles y regulaciones que impiden la competencia y le aseguran a personas muy ricas, un alto precio local por sus productos. Los afectados somos todos los consumidores, sobre todo aquellos que viven en condiciones de pobreza y que gastan una gran parte de sus ingresos en alimentos con precios inflados.
Esta estafa alimentaria tiene apoyo amplio de políticos de casi todo el espectro ideológico. La izquierda apoya estas medidas porque defiende una averiada ideología anticomercial que casi prohíbe a las personas prosperar fuera de los negocios del Estado y la derecha conservadora, ya tiene negocios propios o clientes muy influyentes entre las filas de sus partidos. Quienes leen noticias nacionales los pueden distinguir por nombre, apellido e industria a la que protegen.
¿Cómo revertimos esa tendencia? La evidencia técnica es amplia y condena siempre al proteccionismo agrícola costarricense. Como ciudadanos debemos denunciar públicamente en todos los espacios a funcionarios y políticos que ignoran la evidencia y se prestan alegremente para impulsar la perversa agenda proteccionista de algunos industriales del sector de alimentos.