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En la Costa Rica de hoy, la forma de vida republicana se debate entre el estatismo y la libertad… pero en un rincón del relato, acecha el populismo. Esta es la historia de un pequeño país latinoamericano dónde, por razones que no voy a incluir en este relato, tuvimos la fortuna de que nuestros gobernantes liberales –allá en el siglo XIX y principios del XX– tuvieran la ética ciudadana, la claridad mental y las convicciones políticas que nos salvaron de muchos de los trágicos eventos, tales como guerras, dictaduras y revoluciones, tan comunes en el resto de la región centroamericana.
Sin embargo, ese logro, en lugar de ser aprovechado para desarrollarnos, fue usado por una nueva clase política, para nada liberal –la que nos gobierna desde mediados del siglo XX–, para crearnos un sentido de superioridad y lograr que nos durmiéramos en los laureles, como dice el refranero.
Vivíamos en una República, es decir, en una estructura política con equilibrio de poderes y donde las personas más capaces ocupaban los puestos públicos; una donde se empoderaba a los ciudadanos por medio de la educación y la salud básicas, mientras que se defendían, también, sus derechos básicos: vida, propiedad y libertad, todas privadas, o sea, individuales e inalienables.
Los villanos y su otro relato. No obstante, como en toda historia que se respete, en ésta también aparecieron los villanos: lo hicieron en la forma política de los estatistas que nos han gobernado en los últimos 70 años. Ellos han sido y son, la nueva clase política que, al gobernarnos, ha creado toda una maraña legal para perpetuarse en el poder y permitir que personajes sin mérito alguno o sin tener necesariamente la capacidad probada, ocupasen los puestos claves.
Esa nueva clase política se acostumbró a vivir del Estado, pasando de un alto puesto a otro, mientras acostumbraba a gran parte de nuestra gente a hacer lo mismo, pero en los mandos medios; y haciéndonos sentir al resto de ciudadanos impotentes ante esa situación por ellos creada y consolidada y, además, convenciéndonos de que cambiar a las personas en el gobierno es la solución, la clave para eliminar la corrupción y cualquier otro problema inherente a ese poder político establecido.
Con ello, entonces, la maraña legal sigue su curso mientras se soslaya el verdadero problema: el sistema estatista colapsó y, por eso mismo, estamos ahora –como muchos de nuestros hermanos latinoamericanos, que ya lo sufren– muy cerca del verdadero monstruo de nuestro tiempo: el populismo. Cuando en esos países han pasado o están en el poder gobiernos populistas de derecha o de izquierda, cada uno peor que el anterior, nuestra clase política parece querer llevarnos por esa senda –con un marcado acento izquierdista, eso sí–, con tal de mantener el sistema imperante y el estatismo feroz que eso conllevaría.
Últimamente, sobre todo debido al desprestigio que han sufrido los movimientos populistas – tanto los “de derecha” como los “de izquierda”–, voces disidentes han tratado de evidenciar la falacia de sus seudo-teorías políticas, pero han sido silenciados gracias al camaleónico cambio de nombre de esos movimientos y a la manipulación que se hace de los personajes puestos en escena por su narrativa, algunos de lo más divertidos, por cierto, pues son totalmente imaginarios.
Sin embargo, gracias a esa manipulación de la realidad y al adoctrinamiento aplicado durante setenta años ya, la mayoría de nuestra población parece haberlos aceptado como reales. Es así que, como en toda novela, también aquí tenemos un héroe, una víctima indefensa que hay que rescatar y un villano. Vemos a continuación, a cada uno de los personajes de esa trama.
Los personajes de la trama. El Estado, protagonista de ésta novela, claro está, se cuenta a sí mismo como su héroe, y de ahí que tenga que ser omnipresente y omnisciente. Por esa razón, siempre que hablamos del Estado, lo hacemos como si fuera algo ajeno a nosotros, pero sin considerar que depende de nuestros impuestos para funcionar; es decir, que el Estado no puede existir sin nosotros… de donde deviene su omnipresencia.
Por eso, cuando se dice que el Estado va a solucionar algo, lo que en realidad se quiere decir es que los ciudadanos lo vamos a solucionar con nuestros recursos; pero, al mismo tiempo, ese Estado omnisciente sigue queriéndonos hacer creer que no somos capaces de solucionar ningún problema… mientras que él se engorda a costa de esos mismos recursos nuestros, creando más instituciones burocráticas donde colocar a sus familiares, amigos, clientes y conocidos para hacer negocios con ellos, pero sin solucionar problema social alguno.
La víctima universal de éste relato, ya se sabe, es un impoluto y nebuloso “pueblo”, que incluye a toda una variedad de desvalidos sociales: desde el mendigo, el minusválido, la persona de la tercera edad, las mujeres y los niños… en fin, a cualquier “minoría” que necesite ser “rescatada” por la burocracia estatal; es decir, convertida así en clientela electoral y emocional mayoritaria, para que provea los votos necesarios para llegar al poder una vez más, al tiempo que se les hace sentir incapaces de hacerse cargo de su propia vida, un requisito indispensable para mantener vivo el mito del Estado como benefactor social supremo.
Así, la raíz de todos nuestro males, el enemigo por excelencia –como ya habrán adivinado mis lectores–, es el “neoliberalismo”, otra nebulosa palabra con que se quiere representar a los empresarios, unos seres despiadados que explotan a los trabajadores y a todos los que componen ese “pueblo” y a sus burócratas salvadores. Ahí, sin embargo, el relato se sale de proporciones, aún para la ficción estatista que, en su añeja narrativa, no conoce de límite ni proporción alguna.
Primero que todo, históricamente, en Latinoamérica nunca hemos tenido libre mercado y, por lo tanto, tampoco un capitalismo en el sentido estricto. Todo lo contrario: nuestros países están llenos de alcábalas, aranceles, protecciones, oligopolios, monopolios, etc., que impiden la libertad de mercado pues, creados por la interferencia del Estado en la economía, es éste el que define quienes ganan y quienes pierden en ese juego perverso sin oferta y sin demanda definida.
¿Un final feliz? Mas, como en su narrativa había que ponerle cara al mal, los estatistas de ayer (¿populistas de hoy?) escogieron a los empresarios –esto es: a los hombres de empresa, a los emprendedores– como el chivo expiatorio de sus devaneos ideológicos, que jamás lógicos o históricos, como podemos ver. Entonces: ¿cuál es el final feliz que proponen los estatista a su relato? … pues ¿cómo no?: la “repartición de la riqueza”, algo que sólo funciona quitándosela a los que la producen para mantener cada vez a más burócratas “rescatistas” de aquel “pueblo” y perpetuarse en el poder con ello.
Es así cómo, en esta pequeña y deteriorada República de hoy, nos encontramos tan distraídos con la fábula esa, que no somos capaces de ver que, sin nosotros, los estatistas no se perpetuarían en el poder: que nosotros como ciudadanos libres (aún), tenemos la posibilidad de cambiar el rumbo estatista-populista al que quieren llevarnos.
Mas la única manera de lograr que la sociedad costarricense dejé de votar por el populismo estatista, pienso, es si se convence de que tiene el poder de hacerlo; de que la meritocracia es más útil que las cuotas de poder; de que el valor del trabajo es una fortaleza; de que puede tener un sistema judicial que en realidad respete sus derechos, y dándole
oportunidades por medio de un sistema de educación de calidad que llene sus necesidades culturales en un mundo global, al fomentar la innovación y el emprendedurismo.
En fin, que se trata de proponerles un nuevo relato, uno que tome en cuenta nuestras raíces históricas liberales y seguir adelante dando la lucha política en el terreno republicano: el desenlace quedará por verse, claro está, pues nos balanceamos en el borde de un precipicio político. Ojalá, entonces, que no sigamos metidos en la burbuja de que somos diferentes o mejores gracias al estatismo impuesto desde hace setenta años, y que por eso nada nos va a pasar como país.
Hoy mismo, tenemos socialmente dentro un monstruo diminuto, microscópico –tanto o más peligroso que el populismo estatista, pues lo puede acentuar una vez que desaparezca– que nos enseña que las diferencias aquellas pueden ser muy relativas. En ésta ocasión histórica, entonces, dependeremos como nunca antes de nuestra capacidad política, para enfrentar ese doble peligro y evadir así el triste destino al cual han sucumbido buena parte de los países latinoamericanos: de lo contrario, tristemente, seguiremos sus pasos. Mas la realidad histórica –que no la ficción literaria–, es que Costa Rica es un país políticamente maravilloso, con un potencial increíble y por el que vale la pena dar la batalla y no caer en el engaño populista de más estatismo y menos libertad: entonces ¡salvemos la República!
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