En Costa Rica ha habido voces que advirtieron desde hace muchos años hacia donde íbamos. Analizaban con sencillez  y profundidad las consecuencias del paternalismo estatal que reinó desde la Revolución del 48. Una de esas voces era la de la liberal Cecilia Valverde Barrenechea, a la que evidentemente se le puso poca atención, porque era la época de gloria de la socialdemocracia dispendiosa e irresponsable; que inflaba sin control el globo del estatismo paternalista tan en boga en el momento.

Doña Cecilia ya lo advertía desde las páginas de  La Nación en sus columnas periódicas como esta de 7 de enero de 1987: 

“Durante la segunda mitad del presente siglo, Costa Rica se ha dedicado a practicar el paternalismo en todas sus manifestaciones. Lo cual equivale como consecuencia lógica, a haber fomentado la irresponsabilidad personal. 

 La sobreprotección abarcó, desde el sistema educativo basado en la “teoría del pobrecito”, hasta la política económica que invoca el nacionalismo como causa.

A los estudiantes prácticamente se les eliminó todo lo que significa trabajo individual y todo lo que exige esfuerzo suyo —el de cada quien en forma en directa— con la correspondiente eliminación de la disciplina académica; si es que así puede llamarse  el aflojamiento que hubo, por ejemplo, en el aprendizaje del idioma materno. 

A los ciudadanos se les inculcó que la solución de todos sus problemas debe de provenir del  Estado; de acuerdo con un tratamiento que los considera a todos como permanentes minusválidos. De ahí que el paternalismo se dividió en una gran cantidad de capítulos que nada dejó por fuera. 

A los profesionales se les protegió de la competencia por medio de los colegios y se les garantizó servicios muy especiales; mediante impuestos específicos llamados timbres. 

A los empresarios —con excepción de los comerciantes porque dentro del sistema se les ha considerado siempre “improductivos”— se les ha “protegido” (y a la vez sometido, como es la consecuencia esperable) de diversas formas según su actividad. Y aunque la protección se ha convertido en lo contrario, eso no importa para el caso de que la intención haya sido, en verdad, protegerlos. 

A los trabajadores asalariados se les protege con un exceso tal de garantías, que su productividad, su eficiencia y su comportamiento terminaron por no ser tomados en cuenta para su salario y su estabilidad. También en ese caso hay que decir que aunque la protección se haya volcado en su contra, el auténtico propósito es el de velar por ellos. 

 Además hay actividades, o más bien empresas concretas; especialmente protegidas de la competencia, con el fin de preservarlas en nombre de un casi inexplicable orgullo nacional. 

 Y como todo, esta protección paternalista tiene un altísimo costo, no solo el directo, que se cuenta en gasto; sino el indirecto que se cuenta en posibilidad. Hemos llegado a una crisis que no es solo económica, sino que abarca todos los valores; entre ellos el moral que ha conducido a la corrupción como efecto lógico de la irresponsabilidad inculcada con el paternalismo. 

Por aquí pareciera que hay que comenzar la faena de rectificación. El asunto es si en verdad estamos dispuestos a ella”.